Un amargo reencuentro

Este es un relato inspirado por la canción «Lili Marleen», después de escuchar la versión de Olé Olé de la misma. Fue casi instantáneo la escena, que podía estar sacada de una de las grandes películas del cine bélico de los años 70. Lo más llamativo es el contraste entre la melancolía de la música y la violencia de la escena.

La noche parisina estaba empañada por una fuerte lluvia, que resonaba con fuerza en sus vacías y mortecinas calles. Como venía ocurriendo desde la invasión alemana, al caer la noche las únicas personas que transitaban estas eran las patrullas de soldados. Pero en las inmediaciones del número 93 de la Rue Lauriston, el trasiego de gente era tristemente frecuente.

Aquella noche, un Mercedes 260D se detuvo en la puerta de aquel ignominioso edificio. El soldado que conducía el auto se bajó para abrir la puerta trasera del mismo. Sujetando la puerta, se puso firme mientras esperaba que su pasajero abandonase el vehículo. Del mismo bajó un oficial de la Carlingue, la división francesa de la Gestapo. Un hombre joven, recién entrado en la cuarta década de su vida. Pelo castaño claro y de ojos azules, con facciones angulosas, aunque proporcionadas y bien definidas. Además, su forma física distaba mucho de la típica de los oficiales de alto rango, dejados de la mano de dios con el paso del tiempo. Bajo aquel uniforme azabache se intuían unos fuertes músculos, fruto de una intensa actividad física, tal y como mandaban los cánones del ideal ario.

Salió del interior del coche de forma tranquila y pausada. Se colocó la gorra sobre su cabeza y levantó el cuello de su abrigo de cuero para protegerse del frío nocturno. Cubrió con calma la distancia que le separaba hasta la entrada del edificio. Fue saludando, con la desidia habitual de los oficiales, a todos los soldados que se encontraba a su paso. Conocía sobradamente el camino hasta las salas de interrogatorio del sótano, así que dejó su abrigó al joven cabo que se ofreció a acompañarle hasta allí. No necesitaba compañía y muchos menos para lo que le esperaba aquella noche.

Cuando llegó frente a la sala de interrogatorios se quitó la gorra, la colocó bajo su brazo izquierdo y rebuscó en su bolsillo. Al entrar, con la mirad distraída, sacó el paquete y encendió un cigarro. No solo por su hábito de fumar, sino para enmascarar aquella mezcolanza de olores que invadía el ambiente. Sangre, sudor, orina… Entonces dejó  el tabaco y su encendedor sobre la mesa, como una invitación para el prisionero. También dejó su gorra. Solo entonces alzó la mirada.

Le habían dicho que era un miembro de la resistencia francesa, pero lo que vio le heló la sangre por un instante. Una mujer pocos años más joven que él, con la cara llena de sangre y magulladuras, por los golpes recibidos. Pero aún así podía reconocer aquella melena rubia que se escapaba de su boina de fieltro negro. Aquellos ojos verdes que le miraban con una mezcla de rabia y pavor, inundados de lagrimas. Pese a todo, con la ropa desgarrada y sucia, se mantenía con la espalda erguida en su asiento y la mirada desafiante.

Arnaud Pontmercy, teniente coronel de la Gestapo, no esperaba encontrarse de esa forma a  Nicolle Delacour, sentada en aquel sótano infernal. No en esta maldita guerra. Habían pasado años desde aquel verano maravilloso en La Rochelle. Ambos sabían como iba a acabar aquel reencuentro. En cierta manera incluso lo asumían. Habían elegido un camino y estaban dispuestos a seguirlo hasta sus ultimas consecuencias. Pero los que la habían humillado así, pagarían por ello. No sería ni rápido ni indoloro. El general invierno sería su verdugo en el frente de Rusia.

Un suspiro de triste resignación se escapo de sus labios junto con el humo del cigarro y se acercó al gramófono. Puso a funcionar el aparato y con los primeros compases de «Lili Marleen» la puerta de la sala de interrogatorio de aquel sótano de la Rue Lauriston, se cerró lentamente.

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